La imbecilidad es una opción
Estamos distraídos. Y todo lo que nos despista nos hace más imbéciles. Hemos dejado de vivir nuestras vidas para consumir ilusiones sobre nuestras vidas. Compartir en las redes sociales las imágenes de cada uno de nuestros pasos para contar a los demás, por ejemplo, lo que comemos, a dónde viajamos o qué nos hemos comprado, se ha transformado casi en una pulsión diaria. Pero lo más grave, a pesar de ser grave lo dicho, nos es que hayamos incorporado a nuestro día a día estos nuevos hábitos, a veces con carácter meramente doméstico y en otros muchos casos con fines comerciales o publicitarios, no. Lo realmente grave es que al hacerlo nos distraemos y abandonamos la obligación social y moral de cuestionárnoslo todo, de preguntarnos porqué, y de profundizar en la búsqueda de las respuestas para poder pensar libremente.
Puesto que le hemos dado tanta importancia a nuestra presencia en las redes sociales y a lo que vemos en los medios de comunicación, imaginemos que un equipo de televisión nos para por la calle para hacernos, por ejemplo, esta batería de preguntas: ¿Está usted de acuerdo con la igualdad de oportunidades para que todo el mundo, con arreglo a sus méritos o capacidades, pueda alcanzar las metas que se proponga y dejar atrás los privilegios de la casta? ¿Está o podría estar de acuerdo con un Principio de Legalidad que ofrezca a los individuos un Estado de Derecho que garantice sus derechos individuales, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión? ¿Autorizaría usted al Estado a tomar decisiones sobre su vida, su economía o sobre su libertad individual, o, por el contrario, preferiría un Estado que se inmiscuyese lo menos posible, y sus intervenciones se limitasen a la gestión de aquellos asuntos que los ciudadanos no pudiesen administrar por sí mismos?
No nos hacemos estas ni otras muchas preguntas que, sin duda, y vistos los modelos de gestión que estamos viviendo, se antojan decisivas tanto para el presente más inmediato como para un futuro que deberíamos poder elegir libremente. Y no nos las estamos haciendo porque hay a quienes no les interesa que nos las hagamos.
Vivimos intencionadamente distraídos en una especie de formato ilusorio que el filósofo, ensayista y cineasta francés, Guy Ernest Debord (París 1931-Sevilla 1994), llamó la sociedad del espectáculo. «Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción, se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación» afirmaba, con razón Debord, para intentar explicar su tesis de que las personas hemos dejado de relacionarnos como realidades para hacerlo como una representación de las mismas. Es decir, el ser por el parecer.
Ahora echemos un vistazo al mayor de los espectáculos: la arena política española. Los políticos han hecho de la Cámaras de representación: Congreso, Senado, parlamentos y plenos regionales y municipales, unos circos de siete pistas que, además, sus seguidores y medios de comunicación afines jalean, apoyan e incluso justifican tan efusiva como irresponsablemente.
Se han abandonado el debate inteligente y la defensa de los intereses generales en la Casa de la palabra, para transformarlo en discusiones hormonales y egóicas más propias del patio de un centro de enseñanza secundaria. Se alcanza la cima de la estupidez cuando estas riñas entre adolescentes inmaduros se llevan al terreno de los ciento cuarenta caracteres, escenario pueril de la sociedad del espectáculo donde, en ocasiones, se raya en lo psicótico.
Desde hace décadas, mediante una oportuna utilización de las nuevas tecnologías y las convenientes y disimuladas dosis de adiestramiento ideológico, hemos ido aceptando convertirnos en actores y actrices de un espectáculo en el que representamos a una sociedad subvencionada, con una visión mediocre de sí misma y temerosa de organizar su propia vida en libertad y con independencia. Pero, para seguir recuperando el hábito de cuestionar las cosas, preguntémonos para finalizar ¿existe alguna corriente ideológica cuya puesta en la escena política, necesite de una sociedad perennemente empobrecida a la que seducir eternamente con un futuro mejor?

Estamos distraídos. Y todo lo que nos despista nos hace más imbéciles. Hemos dejado de vivir nuestras vidas para consumir ilusiones sobre nuestras vidas. Compartir en las redes sociales las imágenes de cada uno de nuestros pasos para contar a los demás, por ejemplo, lo que comemos, a dónde viajamos o qué nos hemos comprado, se ha transformado casi en una pulsión diaria. Pero lo más grave, a pesar de ser grave lo dicho, nos es que hayamos incorporado a nuestro día a día estos nuevos hábitos, a veces con carácter meramente doméstico y en otros muchos casos con fines comerciales o publicitarios, no. Lo realmente grave es que al hacerlo nos distraemos y abandonamos la obligación social y moral de cuestionárnoslo todo, de preguntarnos porqué, y de profundizar en la búsqueda de las respuestas para poder pensar libremente.
Puesto que le hemos dado tanta importancia a nuestra presencia en las redes sociales y a lo que vemos en los medios de comunicación, imaginemos que un equipo de televisión nos para por la calle para hacernos, por ejemplo, esta batería de preguntas: ¿Está usted de acuerdo con la igualdad de oportunidades para que todo el mundo, con arreglo a sus méritos o capacidades, pueda alcanzar las metas que se proponga y dejar atrás los privilegios de la casta? ¿Está o podría estar de acuerdo con un Principio de Legalidad que ofrezca a los individuos un Estado de Derecho que garantice sus derechos individuales, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión? ¿Autorizaría usted al Estado a tomar decisiones sobre su vida, su economía o sobre su libertad individual, o, por el contrario, preferiría un Estado que se inmiscuyese lo menos posible, y sus intervenciones se limitasen a la gestión de aquellos asuntos que los ciudadanos no pudiesen administrar por sí mismos?
No nos hacemos estas ni otras muchas preguntas que, sin duda, y vistos los modelos de gestión que estamos viviendo, se antojan decisivas tanto para el presente más inmediato como para un futuro que deberíamos poder elegir libremente. Y no nos las estamos haciendo porque hay a quienes no les interesa que nos las hagamos.
Vivimos intencionadamente distraídos en una especie de formato ilusorio que el filósofo, ensayista y cineasta francés, Guy Ernest Debord (París 1931-Sevilla 1994), llamó la sociedad del espectáculo. «Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción, se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación» afirmaba, con razón Debord, para intentar explicar su tesis de que las personas hemos dejado de relacionarnos como realidades para hacerlo como una representación de las mismas. Es decir, el ser por el parecer.
Ahora echemos un vistazo al mayor de los espectáculos: la arena política española. Los políticos han hecho de la Cámaras de representación: Congreso, Senado, parlamentos y plenos regionales y municipales, unos circos de siete pistas que, además, sus seguidores y medios de comunicación afines jalean, apoyan e incluso justifican tan efusiva como irresponsablemente.
Se han abandonado el debate inteligente y la defensa de los intereses generales en la Casa de la palabra, para transformarlo en discusiones hormonales y egóicas más propias del patio de un centro de enseñanza secundaria. Se alcanza la cima de la estupidez cuando estas riñas entre adolescentes inmaduros se llevan al terreno de los ciento cuarenta caracteres, escenario pueril de la sociedad del espectáculo donde, en ocasiones, se raya en lo psicótico.
Desde hace décadas, mediante una oportuna utilización de las nuevas tecnologías y las convenientes y disimuladas dosis de adiestramiento ideológico, hemos ido aceptando convertirnos en actores y actrices de un espectáculo en el que representamos a una sociedad subvencionada, con una visión mediocre de sí misma y temerosa de organizar su propia vida en libertad y con independencia. Pero, para seguir recuperando el hábito de cuestionar las cosas, preguntémonos para finalizar ¿existe alguna corriente ideológica cuya puesta en la escena política, necesite de una sociedad perennemente empobrecida a la que seducir eternamente con un futuro mejor?
José Carlos Reina Jiménez | Lunes, 11 de Mayo de 2020 a las 11:40:38 horas
Estoy plenamente de acuerdo con el planteamiento del Sr Ayaso. Da en el clavo y, aunque pueda parecer utópico, hemos de aspirar a construir una sociedad madura, que nos aleje de una vez por todas de la mediocridad, a la postre y en gran medida, fundamento que sustenta a nuestros actuales gobernantes.
Accede para responder